En el siglo XIX, la prensa venezolana se
convirtió en el vehículo primordial para fomentar valores de ciudadanía, orden,
paz y adelanto cultural. Estos valores se ajustaban a los ideales de la élite
intelectual, que intentaba propiciar la construcción y consolidación de la
nación.
Esa preocupación es constante en la
mayoría de las revistas decimonónicas venezolanas. Entre las más importantes se
pueden señalar La Oliva (1836), El Liceo Venezolano (1842), El Repertorio (1845), El Patriota (1846), El Museo Venezolano (1865), El
Zulia Ilustrado (1888), El Cojo
Ilustrado (1892), entre otras. Algunas de estas publicaciones,
especialmente las tres últimas, se caracterizaron por su elegante presentación
visual, así como también por la profusa reproducción de folletines o novelas
por entregas, poesía y demás formas ligadas al romanticismo más sensiblero.
Los textos de influencia romántica
publicados en la prensa literaria del periodo decimonónico contribuyeron a consolidar
una imagen tradicional de la mujer, que asociaba al sujeto femenino con ideas
ligadas a convenciones morales. La poesía romántica y parnasiana se dedicó de
manera frecuente a relacionar a la mujer con virginidad, belleza, flores, aves,
divinidad celestial, pureza y amor.
Del mismo modo, las novelas de folletín
asociaban comúnmente a la mujer con ideas de pasión, sentimiento, venganza,
ira, traición, vanidad, irracionalidad. A los personajes masculinos, por el
contrario, se les mostraba fuertes, racionales, reflexivos. Para que no se
entienda esto como una generalización, debe enfatizarse que los folletines eran
narraciones sumamente estereotipadas, de estructura lineal, cuyos relatos y
peripecias tenían como objetivo fundamental encauzar valores morales, promover
la educación y el entretenimiento de un público medio.
Para mostrar los avances de la
modernización cultural de la nación, se hacía necesario cuidar los
comportamientos sociales. De allí los manuales de urbanidad que comenzaron a
proliferar en esa época, siendo uno de los más conocidos el Manual de
Carreño. En este sentido, la vestimenta
femenina permitía a las distinguidas familias demostrar su capacidad de
transmitir una lujosa apariencia, como prueba de la urbanidad y de las
transformaciones que venían suscitándose en el seno de la vida social.
Al igual que lo hicieron diversas
publicaciones periódicas en el continente, las páginas de la revista El Cojo Ilustrado, por citar unas de las
más importantes, manifiestan una especial preocupación por demostrar el uso de
las modas y los adornos –mayormente femeninos, pero sin dejar de lado la
elegancia masculina- como un aspecto que permite juzgar el estado civilizatorio
de la nación. De esta manera, se reproducían los cuerpos simbólicos de una
ciudadanía que se encauzaba dentro de los parámetros europeos. La urbanidad y
la vestimenta serían dos elementos vinculados, que posibilitarían, por un lado,
ampliar la base de lectoras femeninas, y por el otro, legitimar el proyecto
nacional a través de la esfera doméstica, gracias al interés que los artículos
de moda originaban en las lectoras.
En ese sentido, la mujer estaba en la
obligación de demostrar el adelanto cultural de la sociedad a través del
vestir, objetivo que se intenta alcanzar con la difusión de los fotograbados de
mujeres que lucían atuendos suntuosos.
El vestir y el cuidado corporal femenino
eran aspectos que se asociaban con sus deberes conyugales y familiares, pero
también se vehiculaba con el rol de la mujer como metáfora de la nación, es
decir, como signo de ciudadanía. A estos textos se unen los continuos
fotograbados de mujeres elegantes, cuyo candor y belleza física se hiperbolizaba.
Ellas lucían sus lujosos atuendos, sudando a chorros en el trópico, pero
satisfechas porque sus vestimentas se usaban en París.
En el periodo finisecular, para afianzar
la idea de modernización cultural, la intelectualidad utilizó al sujeto
femenino como “vitrina de exhibición” de la sociedad. En ese orden, al atuendo
elegante no podía faltar el comportamiento adecuado a las normas de urbanidad,
que se lograrían mediante una educación reducida a inculcar valores de moral y
buenas costumbres.
La idea del “bello sexo” que circundó en
torno a la prensa del siglo XIX, vinculada con el establecimiento del sistema
capitalista y la cultura moderna, se correspondió con una imagen muy
tradicional y hecha lugar común en la época, que proyectaba a la mujer como un
ser pleno de candor, ingenuidad, dulzura, sumisión y obediencia. Esta
concepción de la mujer de las clases superiores, exentas de trabajo, las
dispuso a dedicarse al embellecimiento corporal, al maquillaje, a la utilización
de joyas y a emprender todo tipo de cuidados para agradar a sus maridos y
servir de espejo civilizatorio.
La mujer debía prepararse para el
matrimonio, y por ende, para la relación conyugal, quedando relegada al ámbito
doméstico y a la fidelidad sexual. Como pieza fundamental del núcleo familiar,
se le daba importancia a su formación y educación, pero con ciertos límites,
para garantizar la correcta crianza de los hijos. Asimismo, la instrucción
femenina también tomó un valor significativo, porque redundaría en la correcta
formación pedagógica de niños y jóvenes.
La igualdad de la educación entre el
hombre y la mujer desvirtuaba el orden patriarcal naturalizado, que confinaba
de manera exclusiva a la mujer a las actividades domésticas de cuidado y
educación familiar. Para la
intelectualidad del momento, la mujer se debía ceñir al ámbito privado e íntimo
(del hogar, específicamente), mientras que el hombre estaría a cargo de las
actividades públicas y de notoriedad social.
Es así como en la prensa del siglo XIX se
construyó un horizonte ideológico que estableció roles y pautas de comportamiento.
De acuerdo con estas convenciones morales que se fueron naturalizando, la
mujer estaba confinada a otro lugar, a otro tiempo, el del amor, la naturaleza
y el sentimiento, ajena a las preocupaciones cotidianas de los hombres, a
quienes les asiste la razón para conducir los destinos de la ciudadanía.
En concordancia con estas ideas, las
revistas del momento mostraron una iconografía que precisaba los roles
masculino y femenino en la vida social, de acuerdo a valores tradicionales. El
hombre estaba destinado a la cosa pública, mientras que la mujer podía figurar
solo por sus aptitudes artísticas (destacan
pianistas, sopranos, escritoras y actrices de teatro).
De acuerdo a esto, el rol de la mujer en
la política se circunscribe a su influencia dentro del espacio doméstico y al
papel secundario que se le permitía de servir de apoyo y estímulo moral al
hombre. La mujer era considerada un ser preso de arrebatos sentimentales,
incapaz de dominarse y de ejercer la razón como para confiarse sobre ella
aspectos que solo se consideraban menesteres de los hombres. Se le mostraría
como un sujeto decorativo y pasivo en la sociedad, frente al papel activo del
hombre.
Debe agregarse que no fueron pocos los
debates en torno al papel femenino en la época decimonónica, lo cual deja
entrever una preocupación de la intelectualidad de ese momento ante los cambios
que en esta materia se estaban gestando, como parte de las transformaciones
sociales y políticas que se propugnaban en las sociedades del mundo moderno.
La época de fin de siglo XIX fue una
etapa de transición y de cambios, que preparará a la floreciente ciudadanía venezolana
para ingresar en la acelerada dinámica mundial de la centuria venidera. Aspectos
que tienen que ver con el culto a la belleza y al cuidado corporal femenino en
la época decimonónica, limitado en ese momento solo para la clase alta,
advierten la efervescencia del ideal estético que posteriormente se masificará
en el siglo XX con la influencia de las industrias culturales o massmediáticas,
que exacerbarán aún más la belleza femenina a través de esbeltas modelos del
cine y la televisión.
Por: Fabiola Di Mare.
Fotografías tomadas de El Cojo Ilustrado.


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