jueves, 13 de junio de 2013

Como un discípulo del lobo o el rehacerse en la poética




 

Como un discípulo del lobo recrea una cosmovisión sobre la vida y la permanente búsqueda de la dimensión de la existencia. La pregunta por esencia humana se conjuga con las marcas del tiempo, que están en la memoria del poeta y trascienden en el oficio escritural.

El poeta transita en permanente reconfiguración a través del ejercicio de la conciencia para intentar forjar su identidad. En la búsqueda se interroga a sí mismo e indaga sobre un pasado que ahora regresa y va sucediéndose de manera atemporal:  

¿He amado? ¿He vivido? ¿He ganado o he perdido?
No sé. Todo se mezcla a veces y resulto confuso
como una trama en la que se desdibuja el argumento
los hilos centrales de la historia
y es confusa la vida del protagonista
y no sabemos finalmente qué se nos cuenta
ni quién habla
como un payaso salido de la escena
al que se le derrite su maquillaje
y nada sabremos de nada
incluido el final de las pequeñas historias
que no se resuelven
en las que se cruzan tantos personajes
lanzados al azar
de su propio fervor.

En la imaginación transcurren los instantes de una existencia inquieta y soñadora, que se expresa en una poética en la que el autor vuelve sobre los juegos de la niñez, los recuerdos de la madre nutricia y benefactora, los amores furtivos, las fiestas, los amigos, los viajes. Se añora el pasado, pero no como quien prefigura el ocaso, sino para capturar ese instante y hacerlo perenne. Se observa esta idea en el poema “Felicidad”:

¡Ay!, que no se vayan los aplausos
¡ay!, que no se vayan los aguinaldos, las parrandas
los villancicos
las felicitaciones
los regalos, las consideraciones de bondad y bienestar
el cielo restelleante del año nuevo.
¡Ay!, que no se vaya la vida
la bellísima vida de cualquier hoja, insecto, ave
que se quede vibrando siempre todo
alrededor de este milimétrico segundo de felicidad
y de aplausos.

El hilo conductor de la vida en el texto es el amor y sus múltiples gradaciones. El amor inmoderado y pasional; el amor fraterno, de padre, de hijo, de amigo, de hermano, de pareja. El amor y la pasión muestran al poeta escindido: es hombre, es animal o es divinidad. Todo va sucediéndose, alternándose, no hay inmutabilidad y menos en la memoria, que es un transcurrir permanente. Es así como el poeta se busca en la casa de la madre, pero también en el lecho de una amante fugaz; se trata de un hacerse y reconfigurarse en estado permanente.

Hay un constante fluir, una marcha hacia la tierra movible del pasado y del futuro. Como diría Octavio Paz, el presente fijo es una condenación, pues nos encierra en un estado en que, si no es la muerte, tampoco es la vida. De allí que las huellas de una vida plena sean esas marcas de la existencia que retrotraemos, con sus accidentes, derrotas y triunfos.

Yo soy como ropa tendida al aire
pudorosamente exhibida
en su poco de vergüenza íntima
agujereada de sol
y de lluvia
desleída de su primer color
alguna vez, quizás
tanto amor del viento
me hará invisible.

El poeta es genuino, es sí mismo y se reconoce en los otros. ¿Por qué un discípulo del lobo? Es discípulo del lobo porque en él se descubre ansias de depredación, deseos de animalidad, conquista, pecado, tiniebla, voracidad, lujuria, pero al mismo tiempo su poética transmite la fuerza y luminosidad de la existencia.

La pasión y el amor libres, creados desde la palabra, están presentes en el texto poético. La mujer vive desde su exaltación como sujeto erótico y amoroso. También los seres de la alteridad, como las prostitutas y los proxenetas, tienen su espacio en un devenir de relatos desenterrados, anécdotas cotidianas y obsesiones que se transforman en imaginación creadora. En esta invención poética intimista hay una idea latente de la finitud e irreversibilidad, que se interroga y cuestiona; pero al mismo tiempo se rehace la vida y el transcurrir en cada poema, que convierten a Como un discípulo del lobo en testimonios vitales de instantes únicos y a la vez cotidianos.  

Pero el mundo textual que circunda al poeta es su verdadera plenitud y en él se encuentra a sí mismo. La pasión por la palabra lo subvierte; sólo el verbo puede redimir el instante, salvar el recuerdo y hacerlo perdurable. Esa idea en torno al lenguaje se vuelve recurrente en el texto. A continuación se observa esta idea en el poema Palabras I:

El lenguaje es mi altura y mi miseria
como deslumbrantes fantasmas las palabras
se me escurren
obsesivamente las busco
como una misteriosa mujer amada
y no las encuentro
camino tras ellas
imagino tenerlas
y se desvanecen
cuando alguna vez por azar creo poseerlas
tropiezo
nunca sé verdaderamente
a dónde me conducen.

La palabra creadora y la búsqueda de “sorpresivas frases” o el “garabatear en hojas” es la pasión de Douglas Bohórquez. Revive cada día en la página y en la frase luminosa; se encuentra a sí mismo y a los otros en un transcurrir que captura para inmortalizarlo. La poesía es su religión y la libertad amorosa en el verbo su redención.






sábado, 13 de abril de 2013

Poesía, alteridad y pasión

 
 A principios del siglo XX, las élites intelectuales seguían apostando por temas tradicionales. Formas plenas de convencionalismos morales, tendencias tardoromanticistas o sensiblerías superadas era lo que reproducía la prensa oficial, como una manera de ejercer contrapartida a la secularización de la sociedad. 

Ante la hipocresía y gazmoñería de la clase alta, algunos poetas lograron conseguir espacios para el pensamiento disidente. He aquí dos poemas de los mexicanos Antonio Plaza y Juan José Tablada, que expresan el juego de alteridades de la época 1890-1920.

A una ramera
Antonio Plaza

I
Mujer preciosa para el bien nacida,
mujer preciosa por mi mal hallada,
perla del solio del Señor caída
y en albañal inmundo sepultada;
cándida rosa en el Edén crecida
y por manos infames deshojada;
cisne de cuello alabastrino y blando
en indecente bacanal cantando.
II
Objeto vil de mi pasión sublime,
ramera infame a quien el alma adora.
¿Por qué ese Dios ha colocado, dime
el candor en tu faz engañadora?
¿Por qué el reflejo de su gloria imprime
en tu dulce mirar? ¿Por qué atesora
hechizos mil en tu redondo seno,
si hay en tu corazón lodo y veneno?
III
Copa de bendición de llanto llena,
do el crimen su ponzoña ha derramado;
ángel que el cielo abandonó sin pena,
y en brazos del demonio ha entregado;
mujer más pura que la luz serena,
más negra que la sombra del pecado,
oye y perdona si al cantarte lloro;
porque, ángel o demonio, yo te adoro.
IV
Por la senda del mundo yo vagaba
indiferente en medio de los seres;
de la virtud y el vicio me burlaba,
me reí del amor, de las mujeres,
que amar a una mujer nunca pensaba;
y hastiado de pesares y placeres
siempre vivió con el amor en guerra
mi ya gastado corazón de tierra.
V
Pero te ví… te ví… ¡Maldita hora
en que te ví, mujer! Dejaste herida
a mi alma que te adora, como adora
el alma que de llanto está nutrida;
horrible sufrimiento me devora,
que hiciste la desgracia de mi vida.
Mas dolor tan inmenso, tan profundo,
no lo cambio, mujer, por todo el mundo.
VI
¿Eres demonio que arrojó el infierno
para abrirme una herida mal cerrada?
¿Eres un ángel que mandó el Eterno
a velar mi existencia infortunada?
¿Este amor tan ardiente, tan interno,
me enaltece, mujer, o me degrada?
No lo sé… no lo sé… yo pierdo el juicio.
¿Eres el vicio tú? … ¡adoro el vicio!
VII
¡Ámame tú también! Seré tu esclavo,
tu pobre perro que doquier te siga;
seré feliz si con mi sangre lavo
tu huella, aunque al seguirte me persiga
ridículo y deshonra; al cabo… al cabo,
nada me importa lo que el mundo diga.
Nada me importa tu manchada historia
si a través de tus ojos veo la gloria.
VIII
Yo mendigo, mujer, y tú ramera,
descalzos por el mundo marcharemos;
que el mundo nos desprecie cuando quiera,
en nuestro amor un mundo encontraremos.
Y si, horrible miseria nos espera,
ni de un rey por el otro la daremos;
que cubiertos de andrajos asquerosos,
dos corazones latirán dichosos.
IX
Un calvario maldito hallé en la vida
en el que mis creencias expiraron,
y al abrirme los hombres una herida,
de odio profundo el alma me llenaron.
Por eso el alma de rencor henchida
odia lo que ellos aman, lo que amaron,
y a ti sola, mujer, a ti yo entrego
todo ese amor que a los mortales niego.
 (...)


Misa negra
José Juan Tablada
¡Noche de sábado! Callada
está la tierra y negro el cielo;
late en mi pecho una balada
de doloroso ritornelo

El corazón desangra herido
bajo el cilicio de las penas
y corre el plomo derretido
de la neurosis en mis venas

¡Amada ven!…¡Dale a mi frente
el edredón de tu regazo
y a mi locura dulcemente,

lleva a la cárcel de tu abrazo!

¡Noche de sábado! En tu alcoba
hay perfume de incensario,
el oro brilla y la caoba
tiene penumbras de sagrario.

Y allá en el lecho do reposa
tu cuerpo blanco, reverbera
como custodia esplendorosa
tu desatada cabellera.

Toma el aspecto triste y frío
de la enlutada religiosa
y con el traje más sombrío
viste tu carne voluptuosa.

Con el murmullo de los rezos
quiero la voz de tu ternura,
y con el óleo de mis besos
ungir de diosa tu hermosura.

Quiero cambiar el grito ardiente
de mis estrofas de otros días,
por la salmodia reverente
de las unciosas letanías;

Quiero en las gradas de tu lecho
doblar temblando la rodilla
y hacer del ara de tu lecho
y de tu alcoba la capilla…

Y celebrar ferviente y mudo,
sobre tu cuerpo seductor,
lleno de esencias y desnudo
¡la Misa Negra de mi amor!




Ilustraciones: Melecio Galván.

jueves, 11 de abril de 2013

El rol de la mujer en la prensa venezolana del siglo XIX



En el siglo XIX, la prensa venezolana se convirtió en el vehículo primordial para fomentar valores de ciudadanía, orden, paz y adelanto cultural. Estos valores se ajustaban a los ideales de la élite intelectual, que intentaba propiciar la construcción y consolidación de la nación.

Esa preocupación es constante en la mayoría de las revistas decimonónicas venezolanas. Entre las más importantes se pueden señalar La Oliva (1836), El Liceo Venezolano (1842), El Repertorio (1845), El Patriota (1846), El Museo Venezolano (1865), El Zulia Ilustrado (1888), El Cojo Ilustrado (1892), entre otras. Algunas de estas publicaciones, especialmente las tres últimas, se caracterizaron por su elegante presentación visual, así como también por la profusa reproducción de folletines o novelas por entregas, poesía y demás formas ligadas al romanticismo más sensiblero.

Los textos de influencia romántica publicados en la prensa literaria del periodo decimonónico contribuyeron a consolidar una imagen tradicional de la mujer, que asociaba al sujeto femenino con ideas ligadas a convenciones morales. La poesía romántica y parnasiana se dedicó de manera frecuente a relacionar a la mujer con virginidad, belleza, flores, aves, divinidad celestial, pureza y amor.

Del mismo modo, las novelas de folletín asociaban comúnmente a la mujer con ideas de pasión, sentimiento, venganza, ira, traición, vanidad, irracionalidad. A los personajes masculinos, por el contrario, se les mostraba fuertes, racionales, reflexivos. Para que no se entienda esto como una generalización, debe enfatizarse que los folletines eran narraciones sumamente estereotipadas, de estructura lineal, cuyos relatos y peripecias tenían como objetivo fundamental encauzar valores morales, promover la educación y el entretenimiento de un público medio.

Para mostrar los avances de la modernización cultural de la nación, se hacía necesario cuidar los comportamientos sociales. De allí los manuales de urbanidad que comenzaron a proliferar en esa época, siendo uno de los más conocidos el Manual de Carreño.  En este sentido, la vestimenta femenina permitía a las distinguidas familias demostrar su capacidad de transmitir una lujosa apariencia, como prueba de la urbanidad y de las transformaciones que venían suscitándose en el seno de la vida social.

Al igual que lo hicieron diversas publicaciones periódicas en el continente, las páginas de la revista El Cojo Ilustrado, por citar unas de las más importantes, manifiestan una especial preocupación por demostrar el uso de las modas y los adornos –mayormente femeninos, pero sin dejar de lado la elegancia masculina- como un aspecto que permite juzgar el estado civilizatorio de la nación. De esta manera, se reproducían los cuerpos simbólicos de una ciudadanía que se encauzaba dentro de los parámetros europeos. La urbanidad y la vestimenta serían dos elementos vinculados, que posibilitarían, por un lado, ampliar la base de lectoras femeninas, y por el otro, legitimar el proyecto nacional a través de la esfera doméstica, gracias al interés que los artículos de moda originaban en las lectoras. 




En ese sentido, la mujer estaba en la obligación de demostrar el adelanto cultural de la sociedad a través del vestir, objetivo que se intenta alcanzar con la difusión de los fotograbados de mujeres que lucían atuendos suntuosos.

El vestir y el cuidado corporal femenino eran aspectos que se asociaban con sus deberes conyugales y familiares, pero también se vehiculaba con el rol de la mujer como metáfora de la nación, es decir, como signo de ciudadanía. A estos textos se unen los continuos fotograbados de mujeres elegantes, cuyo candor y belleza física se hiperbolizaba. Ellas lucían sus lujosos atuendos, sudando a chorros en el trópico, pero satisfechas porque sus vestimentas se usaban en París.


En el periodo finisecular, para afianzar la idea de modernización cultural, la intelectualidad utilizó al sujeto femenino como “vitrina de exhibición” de la sociedad. En ese orden, al atuendo elegante no podía faltar el comportamiento adecuado a las normas de urbanidad, que se lograrían mediante una educación reducida a inculcar valores de moral y buenas costumbres.

La idea del “bello sexo” que circundó en torno a la prensa del siglo XIX, vinculada con el establecimiento del sistema capitalista y la cultura moderna, se correspondió con una imagen muy tradicional y hecha lugar común en la época, que proyectaba a la mujer como un ser pleno de candor, ingenuidad, dulzura, sumisión y obediencia. Esta concepción de la mujer de las clases superiores, exentas de trabajo, las dispuso a dedicarse al embellecimiento corporal, al maquillaje, a la utilización de joyas y a emprender todo tipo de cuidados para agradar a sus maridos y servir de espejo civilizatorio.

La mujer debía prepararse para el matrimonio, y por ende, para la relación conyugal, quedando relegada al ámbito doméstico y a la fidelidad sexual. Como pieza fundamental del núcleo familiar, se le daba importancia a su formación y educación, pero con ciertos límites, para garantizar la correcta crianza de los hijos. Asimismo, la instrucción femenina también tomó un valor significativo, porque redundaría en la correcta formación pedagógica de niños y jóvenes.

La igualdad de la educación entre el hombre y la mujer desvirtuaba el orden patriarcal naturalizado, que confinaba de manera exclusiva a la mujer a las actividades domésticas de cuidado y educación familiar.  Para la intelectualidad del momento, la mujer se debía ceñir al ámbito privado e íntimo (del hogar, específicamente), mientras que el hombre estaría a cargo de las actividades públicas y de notoriedad social.



Es así como en la prensa del siglo XIX se construyó un horizonte ideológico que estableció roles y pautas de comportamiento. De acuerdo con estas convenciones morales que se fueron naturalizando, la mujer estaba confinada a otro lugar, a otro tiempo, el del amor, la naturaleza y el sentimiento, ajena a las preocupaciones cotidianas de los hombres, a quienes les asiste la razón para conducir los destinos de la ciudadanía.

En concordancia con estas ideas, las revistas del momento mostraron una iconografía que precisaba los roles masculino y femenino en la vida social, de acuerdo a valores tradicionales. El hombre estaba destinado a la cosa pública, mientras que la mujer podía figurar solo por  sus aptitudes artísticas (destacan pianistas, sopranos, escritoras y actrices de teatro).

De acuerdo a esto, el rol de la mujer en la política se circunscribe a su influencia dentro del espacio doméstico y al papel secundario que se le permitía de servir de apoyo y estímulo moral al hombre. La mujer era considerada un ser preso de arrebatos sentimentales, incapaz de dominarse y de ejercer la razón como para confiarse sobre ella aspectos que solo se consideraban menesteres de los hombres. Se le mostraría como un sujeto decorativo y pasivo en la sociedad, frente al papel activo del hombre.

Debe agregarse que no fueron pocos los debates en torno al papel femenino en la época decimonónica, lo cual deja entrever una preocupación de la intelectualidad de ese momento ante los cambios que en esta materia se estaban gestando, como parte de las transformaciones sociales y políticas que se propugnaban en las sociedades del mundo moderno.

La época de fin de siglo XIX fue una etapa de transición y de cambios, que preparará a la floreciente ciudadanía venezolana para ingresar en la acelerada dinámica mundial de la centuria venidera. Aspectos que tienen que ver con el culto a la belleza y al cuidado corporal femenino en la época decimonónica, limitado en ese momento solo para la clase alta, advierten la efervescencia del ideal estético que posteriormente se masificará en el siglo XX con la influencia de las industrias culturales o massmediáticas, que exacerbarán aún más la belleza femenina a través de esbeltas modelos del cine y la televisión.




Por: Fabiola Di Mare.

Fotografías tomadas de El Cojo Ilustrado.